jueves, 9 de septiembre de 2010

The Last Call

Para todos aquellos ancianos que sobreviven al abandono.
Para todos aquellos ancianos que sobrevivieron al abandono, pero que murieron solos.


THE LAST CALL

¿Por qué desterramos a los ancianos de nuestro mundo?
"¿Hay alguien ahí?"








Londres. 9 de septiembre. Año 2075
En este preciso instante soy el ser humano más privilegiado y feliz que pisa la faz de la Tierra.
Yo, que ayer era un anciano olvidado, a punto de perecer ahogado en este inmenso océano de soledad en el que se ha convertido nuestro mundo, fui seleccionado como único y flamante ganador del concurso a escala planetaria que ha mantenido en vilo a toda la especie humana desde hace meses: “The Last Call”.
Qué paradoja. El azar es caprichoso y quiso plasmar mi nombre en la bola ganadora que me daría acceso, a mí y sólo a mí, un viejo chocho e inútil, a realizar la última llamada desde la última cabina telefónica del planeta que aun se mantenía en pie, conservada como una reliquia.

Desde que el hombre plantó su pezuña de mono en la superficie de Marte, teletransportado a años luz por la cápsula interespacial Hawkin II, ahora que le espera un nuevo mundo potencialmente colonizable, la locura destructiva ha invadido su corazón.
Desde que el polvo marciano cubrió su escafandra, ya sólo piensa en demoler, devastar, arrasar, derribar y aniquilar cualquier elemento que forme parte de su primitivo y vergonzante pasado, incluídos los viejos chochos como yo, que al cumplir los 60, somos recluidos por ley en residencias ultratecnológicas, sólo habitadas por robots humanoides XCT 9.0. que atienden todas nuestras necesidades básicas, y por ancianos inútiles como yo.
La Unión de Estados Planetarios mantiene a la población hipnotizada afirmando que los sexagenarios, septuagenarios y octogenarios que poblamos la Tierra somos los Adanes y las Evas de ese nuevo paraíso cibernético, confortable y aséptico que han creado para nosotros. Pero yo y muchos de mis coetáneos pensamos que nos han desterrado de la vida, aunque sigamos respirando.
La Unión de Estados Planetarios nos desecha, y también por ley, pone punto y final a nuestro pensamiento cuando aplica sobre nosotros la solución final, vía intravenosa, al llegar el día de nuestro octogésimo primer cumpleaños.
La Unión de Estados Planetarios es el Dios que rige las mentes de todos los individuos que pueblan este mundo. Un Dios benefactor, que vela por evitar la superpoblación masiva del planeta. Un Dios misericordioso, que sólo deja libres las mentes de los viejos como yo, que no podemos causar problemas por mucho que conspiremos, enclaustrados como nos hallamos, en esta prisión paradisíaca.

En este preciso instante soy el ser humano más privilegiado y feliz que pisa la faz de la Tierra, porque, por un día, he sido indultado de mi destierro forzoso, y gracias a este estúpido concurso he podido pisar de nuevo las calles que me vieron crecer, pero que no me verán morir.
Veinte robots humanoides XCT 9.0 dirigen mis pasos hacia la cabina telefónica, dentro de la cual, yo y sólo yo, podré materializar el sueño de los millones de personas que me observan desde la calle.
Londres, año 2050. A la edad de 51 años pude ver con mis propios ojos, desde este mismo lugar, junto a esta misma cabina telefónica que ahora tengo frente a mí, el mitin de investidura desaforado y cautivador del nuevo iluminado, que aun en nuestros días, continua dirigiendo los destinos de la humanidad desde su trono invisible.
¡Dios es el hombre. Tú eres Dios. Dios es uno. Todos somos uno!” proclamaba desde aquella pantalla gigante.
Días después la cibernética lo invadió todo, la soledad engulló nuestra propia humanidad eructándonos en la cara. Pocos años después los viejos fuimos barridos de la faz de la Tierra, deportados.

Millones de personas observan cómo descuelgo el auricular sin sospechar el alcance de mi secreta venganza, esa que sólo yo podré comprender.
Soy un viejo septuagenario que no tiene nadie quien quiera escucharle al otro lado del hilo telefónico, pero mis arrugados dedos marcan siete dígitos al azar y a continuación en mi boca estallan las tres únicas palabras que tienen sentido en este instante.

¿Hay alguien ahí?”
Al otro lado, el silencio de mi interlocutor inexistente me permite saborear de nuevo el significado de esas tres palabras.
Giro sobre mí mismo, dirijo ahora la mirada hacia los trillones de ojos opacos que no me ven a mí sino a la posibilidad de ser yo, idiotizados, y con el auricular en la mano vuelvo a la lanzar al vacío mi pregunta retórica.
¿Hay alguien ahí?”
Cuelgo, y satisfecho salgo al exterior de la cabina, sólo segundos antes de que la máquina demoledora haga crujir bajo sus tenazas el rojo caparazón de esta antigualla, hermosa y brillante de otro tiempo.

Al igual que ella ya no me queda mucho tiempo, pero ahora soy el ser humano más privilegiado y feliz que pisa la faz de la Tierra, porque la condena de mi senectud me ha permitido conservar el raciocinio necesario para dar forma a mi mensaje, el último proferido por un ser humano real, en todas sus dimensiones.
The Last Call” de un viejo chocho pero en su sano juicio, dirigido a nadie en particular, dirigido a este mundo poblado por individuos sin juicio propio, ignorantes de su pasado, y ya sin futuro.











1 comentario:

  1. Sólo tu increible forma de transmitir este cruelmente real mensaje, hace competencia, que no sombra, a tu brillante lucidez. Espero que tanta consciencia no sea sinónimo de impotencia e infelicidad, aunque intuyo por el optimismo que se esconde entre las líneas de algo tan tristemente cotidiano, que es precisamente lo contrario.
    Hacía tiempo que no leía algo tan intenso.
    Gracias por crear.
    Falele.

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