lunes, 6 de septiembre de 2010

El comeflores y el vendeflores

Este relato está dedicado a todos aquellos hombres que con su conversación no precisan comprar seres muertos a las mujeres para retenerlas a su lado.
A todos ellos, gracias por vuestra conversación.
Gracias por existir.



EL COMEFLORES Y EL VENDEFLORES

Comeflores:
(del latín comedo, -edi // del latín flos, floris)
dícese del término que da nombre al ser humano de género másculino que trata a las mujeres como entes y no como personas. De abultada masa muscular e inexistente materia gris, pulula por los pubs y discotecas del país en busca de una compañera de género femenino, una follower de una sola noche, que haga juego con sus zapatos cool y su engominado pelo.


La hinchada y enorme masa muscular de sus bíceps parecía cabreada bajo la piel bronceada que los cubría, pues el comeflores que se hallaba frente a mí no cesaba en su empeño de clamar su existencia y hacerla más que evidente frente a mis ojos.
Sus manos entrelazadas sobre la mesa del pub actuaban como bisagras, y al cerrarse entre sí, esos bíceps hambrientos de esteroides casi rasgaban el dobladillo de la manga corta de su Polo Ralph Lauren, dolorosamente ceñida a la piel.

Cuando un individuo trata de centrar la atención de una mujer exclusivamente en sus bíceps, resulta más que evidente que algo en su interior no anda bien, ni en su exterior tampoco, porque cada una de las palabras que pronuncia se convierten en la proclama del ser vacío y carente de entidad que es, y cuantas más palabras pronuncia, la mujer que tiene frente a sí más se sorprende de que dicho individuo sea capaz de hablar.
Ante este tipo de situaciones, a algunas mujeres nos resulta fácil comprender que hay hombres que acaban de bajarse del árbol, y siguen siendo monos, por muy engominados, perfumados e hipertrofiadas que tengan las fibras de su anatomía.

Hablamos sobre fútbol, la Liga, la Copa, el Mundial, la Champions.
Hablamos sobre llantas de coches, de cromo, spinners, custom y american racing. Todo ello aderezado por unos minutos de clase magistral sobre tapicerías de cuero.
Maravilloso, el tunning es su pasión. Si esta conversación fuera un vehículo, el primer impulso sería el de lanzarse en marcha fuera de la cabina, sin tiempo que perder en busca del freno de mano.
Hablamos sobre lo mucho que sufre día tras día en el gimnasio luchando contra la ley de la gravedad para izar los cuarenta, cincuenta o sesenta kilos de acero que se han convertido en un apéndice de sí mismo.
La tertulia adquiere el summum cuando se interesa por mi peso. Cincuenta y cuatro, respondo. Eso para mí no es nada, responde. Si quieres te levanto ahora mismo y te llevo a dar una vuelta, añade.
El más que evidente eufemismo de un comeflores sin alma de poeta.

Mi imaginación vuela, tras soportar ya cerca de una hora de monólogo, y a mi mente acuden los jugadores de la selección española encaramados a una furgoneta Wolkswagen Bully tapizada de cuero y conducida por el comeflores, diciéndome adiós con la mano, alejándose a 200 kilómetros por hora con destino a ninguna parte.
Salgo de mi ensimismamiento y decido que ya es hora de que yo también diga adiós, porque es muy probable que este comeflores tenga el valor de repetir tema de conversación. Mucho me temo que ya no le queda mucho más repertorio con el que amenizar mi velada.

Hago el amago de levantarme pero no se resigna a la despedida e increpa al resto del grupo que nos acompaña. Dice que se va ya, exclama con tono fingidamente enojado. Pero si la noche acaba de empezar, añade enojosamente fingido.
Objetivamente son las tres de la mañana, pero mi reloj interno me dice que subjetivamente son las seis. El tiempo pasa lento, muy lento cuando el destino dirige al azar tu trayectoria para ponerte frente a un comeflores, aunque sea por tan sólo unos minutos. El tiempo es oro, dicen, pero los comeflores lo convierten en platino, afirmo.

El bien preciado que es mi tiempo, ahora puro platino, impulsa mis pasos rápidamente hacia el coche, pero una mano grande, pesada y encallecida se posa sobre mi hombro y me obliga a dar la vuelta. Quién podría ser sino el comeflores, quien me mostraría ufano y con la cara henchida de gozo la rosa roja y envuelta en plástico que acababa de comprar al vendeflores pakistaní que tras su inabarcable espalda me sonríe mostrando toda su dentadura al completo.
Quédate, me dice. Estoy cansada, respondo pensando que todo esto parece un complot digno de los años más oscuros de la Guerra Fría. Quédate un poco más no te cuesta nada, insiste. Cómprame un cactus, respondo. ¿Un cactus?, inquiere levantando las cejas sin comprender. Sí, un cactus con pinchos y raíces, al menos es un ser que está vivo no como esta rosa embalsamada que parece salida del mismo tanatorio, respondo.

Nunca me gustaron los seres muertos, por eso me voy, envuelta por el silencio del comeflores y el vendeflores que aun no alcanzan a comprender porqué su complot de manual no ha funcionado conmigo.

Nunca me gustaron los seres muertos, y por eso me llevo mi tiempo conmigo, al reino de los vivos, esos a los que les brotan flores vivas de la boca con tan sólo pronunciar una palabra.

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