martes, 31 de agosto de 2010

Punto de giro

De cuando los dictámenes y las presiones de la sociedad nos hacen perder el norte y olvidarnos de esas pequeñas cosas, que son las que realmente importan.

PUNTO DE GIRO

El barro y el agua salpicaban sus zapatos de charol negro como si se tratara de las pústulas de una viruela incipiente. 
La vida hoy parecía nublársele a cada paso. Caminaba más despacio que habitualmente, algo abatida, pero sin el menor reparo por mojarse el carísimo abrigo diseñado por aquel sastre francés cuyo nombre apenas sabía pronunciar, a pesar de que presumía de políglota. 
Decidió quitarse las gafas de sol que llevaba sobre la cabeza, y guardarlas en la bolsa de plástico que ahora le quemaba en las manos.

No tenía explicación para lo que acababa de experimentar. 

Hacía tan sólo diez minutos que se había cruzado con aquella indigente, sucia, esquelética e insignificante. Precisamente tenía que haber sido ella, la dama más influyente y apreciada por los ambientes más selectos y exclusivos del país quien, en ese preciso instante, coincidiera con ese ser de otro mundo, que perteneció un día al suyo y al que ella había desterrado.

Estuvo tan cerca de aquella pordiosera, con la que estuvo a punto de chocar en plena calle Serrano, que su caro perfume impactó contra el hedor que aquella desprendía, como si se tratara de espuma de agua de mar desapareciendo entre toneladas de vertidos de petróleo en el océano. Reprimió una arcada, tropezó tratando de alejarse de ella, temiendo un hipotético contagio de bajo estatus. Fue entonces cuando vio la bolsa blanca y verde que pendía de la mano de la joven indigente, gemela de la que colgaba de sus propias manos, y que contenía todas sus pertenencias, escasas, casi nulas, hediondas, mugrientas. Fue entonces cuando sus miradas se cruzaron y la arcada provocada por el asco cesó, y a ella le siguió otra más profunda, incontrolable. Todo cambió cuando se reflejó en sus ojos verdes, idénticos a los de ella, velados por años de ignominia y degradación.

No cabía duda. Era ella. 
Su hija, desaparecida y olvidada desde hacía más de diez años.

Sin llamar la atención de las decenas de viandantes que pululaban a su alrededor,  recompuso su atuendo como la señora elegante y discreta que era y reanudó  su paseo invernal, intentando recuperar la serenidad. 
No logró conseguirlo. Tampoco miró hacia atrás.

Las apariencias lo son todo. Son los pequeños detalles aquello que encumbra los grandes rasgos de una persona, de una familia. La estupidez del ser humano es lo que tiene. 
Haber permitido continuar en el hogar a ese ser rebelde y libre, ahora sucio, esquelético e insignificante, habría sido como romper en mil fragmentos la belleza del reflejo y el honor de toda una estirpe, condenarla al desgaste provocado por las miradas y los comentarios de la alta burguesía madrileña, esa que adora el dinero, el estatus y la esclavitud. 

Podría justificar durante horas su actitud, pero ella no era de esas. 
Todos somos monstruos capaces de la más terrible monstruosidad, que no es sino una más de entre todas las posibles manifestaciones del discurrir humano.

Tras el inesperado encuentro, el impacto de cada uno de sus pasos parecía incrustarse en su ser. Los tacones se adherían al asfalto, las piernas querían cesar en su empeño por avanzar. Pero el repiqueteo de los tacones sobre la acera continuó en su incesante marcha y con la cabeza bien elevada se dirigió hacia la parada de taxis, empapada, tratando de aparentar con la mirada altivez y nobleza.
Ya dentro del taxi, el repiqueteo de los tacones se disipó, y un sentimiento profundo le alejó de sí misma, se incrustó en su vientre, se volatilizó, para no poder distinguir si su cuerpo era recorrido por sangre fría o caliente. Por un momento cerró los ojos y fue reptil por un instante, porque el ser humano, a pesar de no estar recubierto de escamas, viniendo como viene de los reptiles, es poseedor de ambos fluidos y a menudo lo demuestra, como acababa de hacer ella. 
Sangre de su sangre ignorada, a sangre fría.

Enfrentarse a la verdad es siempre un lujo al que sólo los más fuertes pueden aspirar, el único al que ella no estaba acostumbrada. La verdad es la verdad, nos guste o no, y esa verdad brotó al exterior en forma de llanto. Con la primera lágrima, cayeron al suelo las perlas del collar mal abrochado por su asistenta peruana aquella misma mañana.

Dice el saber popular que ojos que no ven corazón que no siente, pero a veces la vida se muestra justa y hace ver a los que no quieren ver, sacando a relucir su propia crueldad, recreándola frente a ellos por el simple placer de hacerlo.

2 comentarios:

  1. He leído el cuento de la madre que se encuentra a su hija mendiga. Siempre me sorprende la manera que tenéis las mujeres de ver las cosas desde vuestra realidad femenina.A mi nunca se me hubiese ocurrido escribir una cosa así. Soléis ser muy criticas entre vosotras, tal vez por que conocéis secretos que los hombres ignoramos o no queremos saber,para no destruir la imagen idealizada de la mujer que a veces queremos tener. Pero realmente he conocido a anti-madres, maltratadoras de sus hijas. Muy de cerca. La realidad suele ser mucho peor aún.
    Un cuento es una historia grande o pequeña en su temática, pero has de crear todo un ambiente en pocas lineas. Y las historias han de sugerir muchas cosas a la vez, sin explicitarlas,porque ni hay espacio ni hay que desviar la atención de la historia principal. a ese cuento yo le añadiría la visión de la otra parte. Con una sola frase hubiese bastado. Imagínate: "Maria, la mendiga de los ojos verdes, siguió caminando creyendo que había visto los verdes ojos de su madre. Pero nunca tuvo madre. Esa era su certeza y su olvido".
    Yo trato de evitar las moralejas. El cuento en si ya la encierra y explicarla le hace perder encanto.
    De "Sociocultural Safor"

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  2. Hola Joan Antoni.
    Me pongo manos a la obra para escribir la historia desde la otra perspectiva.
    ¡Gracias por tus sugerencias!

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