martes, 31 de agosto de 2010

Amor de cunda


Esta historia procede de uno de los cundas que malviven en la Glorieta de Embajadores de Madrid.
Va dedicada a él, que tanto amó.
Gracias por contarme tu historia.


AMOR DE CUNDA

Llevo días viviendo a base de cafés con leche, cortados y solos, sobre todo solos, al cobijo de este bar de la Glorieta de Embajadores, una cueva incrustada en el asfalto ardiente, en pleno mes de agosto.
Es tal el calor que irradia el suelo circundante que al mirar más allá del primer semáforo, siempre en ámbar, puedo ver el espejismo de cómo la vida se me escapa a borbotones. Rebusco en el interior de los bolsillos pero tan sólo hallo una goma y un cordón de zapatos. No hay marcha atrás, ni torniquetes que puedan taponar este chorro de vida que voy perdiendo a cada instante.
Mi tiempo en este mundo se escapa por entre los resquicios de la acera, y fluye como un río que se lleva todo consigo, excepto los recuerdos, esos que tanto daño me causan al despertar cada mañana , cada noche, en el sucio asiento trasero de mi coche, sobre la barra del bar, o bajo un cúmulo de cartones húmedos de excrementos y olvido en cualquier punto de esta ciudad, que ya hace mucho tiempo que dejó de ser hogar para convertirse en purgatorio.
Soy un cunda, un cunda enamorado. Heroinómano desde hace más de diez años, toco fondo a cada instante, porque la amo a ella por encima de todas las cosas, incluso más que a la heroína.

La historia de mi vida se resume en unas pocas palabras.
Me llamo Juan, aunque a veces ya no recuerdo ni mi nombre, porque todos me llaman Nono, un mote ganado a pulso día tras día a base de decir “no” a todo el que me ofrece su compañía, siempre unida a un chute tras cualquier esquina, tras cualquier resquicio inmundo de esta gran ciudad que nos ha engullido a todos. Chutarse en soledad se ha convertido en una costumbre, en un modo infrahumano de compadecerme de mí mismo. La aguja introduce en mí todo lo que necesito, y pienso en ella, sólo en ella,  hasta que el mundo se convierte en una partícula minúscula de luz mientras el cuerpo y la mente me abandonan por unas horas. Solo en mi ya de por sí imperativa soledad.
Cuando la compañía que amo ya no estuvo al alcance de mis brazos, la soledad fue la estación a la que decidí dirigirme para partir encaramado a mi tren de recorrido circular, de una única estación, comienzo y fin de un mismo destino.

Soy un cunda, un cunda enamorado. Heroinómano desde hace más de diez años, toco fondo a cada instante, porque la amo a ella por encima de todas las cosas, y por ella recorro varias veces al día los kilómetros que me separan del poblado chabolista al que traslado a una, dos, tres o con suerte, cuatro almas en busca de su sustento diario, para fumarlo, aspirarlo, inyectárselo en vena. A seres nigrománticos que ya no son capaces de contar las monedas que tienen entre las manos, porque solo ven el potencial futuro que van a proporcionales. Un gramo, dos gramos, papel de plata, el calor del fuego, la arteria que revienta y al fin, ese ansiado silencio.

La historia de mi vida se resume en unas pocas palabras.
Tan sólo tenía 20 años cuando la tuve entre mis brazos, pero ella se marchó para siempre. Yo aun la sigo persiguiendo tras cada esquina de mi esquinada mente, siempre con los brazos estirados  y a ciegas. El hijo de un taxista nunca fue suficiente para un padre que buscaba una vida de princesa, una vida de Edén, de chalets, de diamantes en bruto. Ahora yo soy Nono y ella simplemente Ana, escondida de mí en alguna parte.
Me rompió el corazón y yo decidí romperme las venas, para calmar el hambre de ella grabando su nombre en la puerta del servicio de ya no sé cuántos bares, antes de iniciar el viaje a ninguna parte que me proporcionaba cada dosis, un sustitutivo del placer para el placer que ella me causaba y para el que no había sustitutivo.

Soy un cunda, un cunda enamorado. Heroinómano desde hace más de diez años, toco fondo a cada instante, porque la amo a ella por encima de todas las cosas, Ana, que entra al bar y entre balbuceos me pide un viaje. Se ríe. Su risa se ha convertido en un silbido, en un estertor que parte de un lugar indeterminado de su cuerpo y que antes de salir de él ya se ha disipado. No me reconoce. Tampoco es capaz de contar las monedas que tiene en la mano, pero yo sigo viendo en ella a una princesa, después de tantos años, seguramente desterrada por su padre que ya no verá en ella ni un solo destello de grandeza en ese rostro carcomido.
Me siento incapaz de arrastrarla hacia el poblado, ese lugar remoto que diviso cada día desde el coche cargado de zombis y salpicaduras de sangre. Con ella quiero viajar y olvidar la ruta hacia ese remoto lugar que se me antoja el fin del mundo, con ella quiero partir hacia ese Edén que su padre soñó para ella.
Le tomo de la mano, sobre el suelo del bar se desparraman todas sus monedas, en los posos del café abandono todos mis recuerdos, me siento invisible, libre, dejo de existir por un momento y atisbo en mí un resquicio de Juan, hijo de taxista, y ahora taxista también él, cunda de una única ruta. De camino al coche recuerdos infantiles inundan mi mente. Voy a cumplir el sueño de mi padre “los taxistas que aman dirigen su ruta siempre con destino al sol”. Hacia el sol voy padre, y no voy solo, voy con ella.

Arranco el coche y partimos hacia el sol. Tres gramos en el bolsillo, dos gomas, un mechero y ella, a mi lado. Cualquier lugar de esta puta ciudad nos acogerá en su seno cuando ya no quede gasolina en el depósito.
Soy un cunda, un cunda enamorado. Heroinómano desde hace más de diez años, toco fondo a cada instante, porque la amo a ella por encima de todas las cosas y si hay un mañana para ambos, el sol nos hará libres.






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