martes, 31 de agosto de 2010

CAPITULO 1. Empatía: red de redes para un nuevo modelo de comunicación humana



1. EL SER HUMANO. COMUNICAR ES VIVIR

El ser humano es un animal social, un ser gregario que ha logrado perpetuarse como especie gracias al desarrollo extremo de sus capacidades comunicativas, para las que está superdotado. La naturaleza le ha brindado una serie de órganos biológicos de comunicación desarrollados y complejos que le han permitido establecer relaciones comunicativas para la interrelación con sus iguales y con el mundo que le rodea.

Para el ser humano, vivir en sociedad es un hecho natural, una tendencia innata en él, e incluso se podría afirmar que la propia humanidad es una cualidad generada a través de las relaciones sociales que los individuos establecen entre ellos.
La vida en sociedad es el efecto inmediato de la interrelación entre congéneres, que necesitan los unos de los otros para poder sobrevivir. Ya Aristóteles en el siglo IV a.C. afirmó que el ser humano “es un ser naturalmente sociable, y el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es ciertamente, o un ser degradado o un ser superior a la especie humana”. Y añadió “(...) aquel que puede no vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades, no puede ser nunca miembro de la polis; o es un bruto o es un Dios”(1).

Con estas premisas, Aristóteles no se refiere a cualquier sociedad, sino de manera concreta a la polis, como paradigma de la sociedad humana, que más que un agregado de individuos, es un sistema de vida, de organización social y de transmisión de saberes y conocimientos. De este modo Aristóteles definió la dimensión cultural del ser humano, el germen de la civilización.

No será hasta comienzos del siglo XIX cuando se comprenderá en profundidad la concepción social de la realidad humana, gracias a los estudios del naturalista inglés Charles Robert Darwin.
A pesar de que sus máximas fueron reinterpretadas por pensadores posteriores como Herbert Spencer, dando lugar a la corriente de pensamiento del darwinismo social que se configuraría como uno de los pilares esenciales del liberalismo del laissez-faire, lo cierto es que Darwin en sus últimos años, llegó a contemplar la evolución humana desde una perspectiva muy diferente de la que había promulgado en su obra El origen de las especies, afirmando que la supervivencia del más apto no sólo se basaba en el establecimiento de relaciones competitivas entre individuos, sino también en la capacidad de lograr interrelaciones de cooperación y reciprocidad entre ellos. Darwin sostenía que “los animales sociables se prestan recíprocamente una infinidad de pequeños servicios: los caballos se mordisquean y las vacas se lamen unas a otras en los sitios donde sienten alguna comezón; los monos persiguen sobre los cuerpos de otros monos los parásitos externos” (2). Y también “los animales no sólo aman, sino que también desean ser amados” (3).

Nuestra especie necesariamente es, por naturaleza, extremadamente social y necesitada de compañía. Los seres humanos huyen del aislamiento para poder sobrevivir, ya que en ellos existe un instinto social innato que se desarrolló a medida que el sujeto adquirió el mismo impulso que llevó a sus congéneres a vivir dentro de una organización social, a través de su relación con ellos.

Mucho antes del desarrollo del lenjuage oral como herramienta tecnológica cultural, nuestros antepasados eran capaces de comunicarse mediante llamadas, señales y gestos para alertar sobre el hallazgo de víveres, agua y cobijo, así como de posibles peligros que podían acechar al grupo. Mediante la observación de los otros comprendían cuáles eran sus necesidades. De lo cual se podría deducir que desde sus albores, el ser humano ya era capaz de sentir una empatía primitiva por los otros y mostrar sensibilidad frente a sus necesidades, que por ende eran las de sí mismo.

La comunicación es una condición sine qua non la supervivencia resultaría una quimera para la especie humana, dada su fragilidad biológica frente a la de otras especies, que contaban con una fuerte contextura muscular, una recia piel que les protegía del frío e incluso unas garras fuertes con las que poder defenderse y obtener el sustento necesario. Sin embargo, nuestros antepasados lograron hacerse un espacio gracias a su carácter social y sus grandes dotes comunicativas.
Agrupándose y coordinándose, fueron capaces de conformar estructuras sociales cada vez más complejas a medida que su red de interrelaciones mutuas iba tejiendo una cultura, un corpus de conocimientos, formas, técnicas, costumbres, hábitos y sistemas de comunicación que eran transmitidos de generación en generación.

Cultura y sociedad son las claves que permiten comprender tanto la adaptación del ser humano a la naturaleza como su propia razón de ser, ya que los seres humanos han llegado a ser lo que son a través de la sociedad y la cultura.
Ello se resume en la conclusión del biólogo y antropólogo Jean Rostand “todo lo que el hombre ha añadido al hombre, es lo que llamamos en bloque civilización”.(4)

De este modo, nuestros ancestros crearon un entramado artificial secundario y a un nivel paralelo al ambiente natural en el que se desenvolvían el resto de especies, lo cual le otorgó un estatus superior. (5)
Esto sin duda, no habría sido posible sin su capacidad de desarrollar trabajos creativos e inteligentes para la creación de herramientas, y sobre todo, si en él no hubiera existido una disposición voluntaria para cooperar y actuar solidaria y altruistamente con sus semejantes. 


BLOQUE 1. EL SER HUMANO. COMUNICAR ES VIVIR

  1. (1) Aristóteles: La Política. Espasa Calpe, Madrid 1962. Págs. 23 y 24 Madrid, 1999. Famosa definición aristotélica del hombre como “animal político por naturaleza <ZOON POLITIKÓN>”

  1. (2) Darwin, Charles: The expression of emotions in man and animals. John Murray, London 1872.

  1. (3) Íbid.

  1. (4) Rostand, Jean: El hombre. Alianza Editorial, Madrid 1995, Pág. 142.

  1. (5) Malinowski, Bronislaw: Una teoría científica de la cultura. Editorial Edhasa, Barcelona 1970. Pág. 43. 

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